La escuela de la vida y la supervivencia también dan clases particulares en esta ciudad. En una pequeña plaza del centro, resguardada de las miradas de los transeúntes, sobre todo de los uniformados, un grupo de niñas, de no más de diez o doce años, aprende el duro oficio de la subsistencia. Sentadas en unos bancos, y en completo silencio, escuchan atentas los consejos de varias mujeres, mucho más curtidas en la vida, y convertidas en auténticas expertas en adquirir objetos que no son de su propiedad. Las pequeñas aprenden con interés las técnicas más depuradas para sustraer una cartera de un bolso sin que su dueño perciba el más mínimo movimiento, también cómo distraer a una dependienta de un comercio mientras sus compañeras hacen el trabajo sucio, o en qué lugar y en qué momento del día se efectúa la entrega de la mercancía a sus '
amadas' maestras. Saben envolver los objetos entre sus faldas en cuestión de segundos con una sutileza pasmosa y huir despavoridas en cuanto oyen la señal de los vigilantes. Los agentes de la Policía se llegan a desesperar. Dicen que las maestras han perfeccionado sus técnicas en países de Europa del Este como
Rumanía y que, cansadas de no conseguir más que escasos botines, optan por marcharse a países mucho más
benevolentes como España. Aquí enseguida averiguaron que la llave que abre todas las puertas es la mirada inocente de un niño y adiestran a sus vástagos hasta convertirlos en autómatas del robo. Su desfachatez no es utilizar a sus hijas para conseguir algo de comer, eso puede llegar incluso a convertirse en comprensible. Su maldad radica en privar a esas niñas de poder ir al colegio, de cerrarles las puertas a una vida normalizada y de condenarlas a vivir con el temor a ser capturadas. Ese es su peor delito.